¿Conoces esa presión que te hunde el pecho y te corta la
respiración? Esa que cuando miras, pensando que el peso del mundo se ha posado
por un segundo a descansar encima de tu corazón, resulta ser el espacio que
debería ser cubierto por afecto pero que solo alberga vacío. Esa sensación que
te hace tener ganas de gritar con todas tus fuerzas para intentar tapar ese
silencio ensordecedor. Ese momento en el que sabes que la muestra más pequeña
de empatía te haría llorar por todo aquello por lo que has callado. ¿Y no es lo
más irónico de todo que esa sensación de presión que te quita la vida, no la
produzca otra cosa sino el vacío?
El vacío nos llena, el vacío nos exprime, el vacío nos vacía y nos
aplasta como insignificantes criaturas. Nos hace odiar el sentir sintiendo. Y a
la vez, nos da la vida quitándonosla. Que gracioso que es el ser humano, que
solo sabe que está vivo cuando desea no estarlo, que solo entiende lo que es
sentir cuando odia al propio sentir. Y más gracioso todavía es que ese sentir
que se odia a sí mismo es el que le da la vida.
Ando y no necesito un destino, suspiro y me hundo en mí mismo.
Miro a los ojos de quienes me rodean, busco una mirada profunda, me fijo en un
charco y la profundidad del abismo me marea. Siento el desesperado intento de
agarrarme a algo que no se desvanezca y me salve de la caída. Ayuda... Por
favor... Termina el suspiro. Otra vez me llena el vacío.
¿No deseas dormir? Siempre. Cierra los ojos. Un último suspiro.
Vuela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario